28 marzo, 2024

Gerardo Bermeo. Un hombre de acción

Homenaje a Gerardo Bermeo, otro hijo del Macizo Colombiano (Bolívar Cauca), un perdedor, un borracho, un hombre de verdad: un sabio. QEPD.

Por: Juan Esteban Constaín (en la foto).

Lo conocí una tarde de 1996 en un parque de mi ciudad. Yo estaba allí leyéndome las páginas finales de Little Dorrit que es una de las mejores novelas de Dickens (como todas las novelas de Dickens) y él pasó al lado mío con su pinta de siempre: una camisa verde de rayas, unos pantalones marrón con varios dobleces contrariados. Unas botas de obrero y de punk, calvo, con barba.

Se quedó mirándome un par de segundos, y luego me preguntó con el acento de allá: «¿Y vos qué es que leés?». Recuerdo haber pensado, con el mismo acento: «aj, qué jartera este borracho; preciso en la mejor parte me viene a interrumpir», y me paré y todo para irme de allí sin decir nada. Como un grosero, como casi siempre que la gente decente nos habla. Pero algo, no podría decir exactamente qué, me detuvo. Y no me fui y en cambio le pasé el libro: Dickens, vea usted.

Y él me dijo: «Ah, sí, la pequeña Dorrit; si la cosa es de casarse, que no lo es, mejor que sea con una mujer así». Lo abrió pasando las hojas muy rápido, oliéndolas. Después soltó otra frase lapidaria: «Los malos de Dickens siempre acaban muy bien, porque acaban solos; solos para ellos mismos, como ese Blandois que sale allí, cabrón». Ahora el que se iba era él, con tanta elegancia y tanta lucidez, que me le fui detrás preguntándole cosas. Un tipo así tenía que ser muy grande.

Y lo era. Se llamaba Gerardo Bermeo y era un borracho. Un borracho de parque, para más señas, profesional, consagrado, de tiempo completo. Siempre estaba allí con la botella de un aperitivo de anís llamado De la Corte («De la Corte de Napoleón», añadía él), que entonces costaba mil quinientos pesos y que ahora debe costar, no sé, mil, mil doscientos. Tenía una tertulia, desde las 7 de la mañana, con la gente más rara y decadente que uno se pueda imaginar, en la calle, bajo esa convocatoria irrenunciable del trago y la conversación.

Pero también era un papá amoroso y un gran abuelo. Una vez lo vi caminando con su nieto de 5 años: en una mano lo llevaba a él, chiquitico, y en la otra, un bulto de naranjas. Se sentaron por ahí, sobre el pasto, y se las comieron como emperadores prehistóricos; las cortaban, las pelaban, y luego escupían las pepas. Felices ambos, como si el mundo les perteneciera solo a ellos. Quizás.

Y sobre todo, Gerardo Bermeo fue el hombre más inteligente que he conocido en mi vida, y no hay día en que no me acuerde de sus frases brillantes que parecían las de un cínico griego, las de Macedonio Fernández, las de Diógenes. Una vez me dijo: «Yo en ese entonces no era conservador, ni todavía lo sigo siendo». Y otra vez: «La Iglesia sí debería dejar que los homosexuales se casaran, pues a estas alturas de la vida son la única esperanza del matrimonio; son los únicos que se quieren casar».

Lo había leído todo -todo es todo: desde los 418 tomos de las obras escogidas de Lenin, hasta los poemas y los cuentos del Conde de Stenbock, un oscuro maestro inglés del que dijo Wilde con horror: «es un degenerado»-, todo, y sobre cada autor y cada libro tenía unas opiniones tan profundas, que a su lado cualquier doctor en literatura habría parecido un aprendiz. Y escribía textos prodigiosos, con un título que recordaba sus años de poeta y conquistador: «Diario de un hombre que nunca fue a la guerra».

No era un ejecutivo y jamás lo vi de afán corriendo para una reunión (se murió un jueves santo). No sabía lo que era un celular, ni un carro, ni envidiar la suerte y las cosas de los demás. Un perdedor, es decir un sabio y un hombre de verdad.

Porque hizo siempre lo que se le dio la gana. No se me ocurre mejor definición de la decencia y la felicidad.

catuloelperro@hotmail.com

Publicación: eltiempo.com, Editorial – opinión

Fecha de publicación: 28 de abril de 2011

Autor: Juan Esteban Constaín

Foto: Juan Esteban Constaín realizada por Vanguardia de México.

Extracto sobre Gerardo Bermeo Velasco, tomado de: Recuerdos de Popayán, Eduardo Rosero Pantoja.

http://eduardoroseropantoja.blogspot.com/2012/05/recuerdos-de-popayan.html

Una amistad que valoro mucho fue la que yo trabé, en el barrio Camilo Torres con Gerardo Bermeo Velasco, oriundo de Bolívar, Cauca, hombre de muchas inquietudes intelectuales, pero, sobre todo, de gran sensibilidad social. Provenía de una familia conservadora que había emigrado de su región cansada de las malas costumbres, especialmente por la tala de los árboles. Esa fue la causa por la que su padre emigró a Popayán. Gerardo era una persona amplia y generosa. Le gustaba ayudar a todo el mundo, pero más a los pobres. Había sido funcionario en el Ministerio del Trabajo en Bogotá y había desempeñado otros cargos también importantes. Fundó en Neiva el periódico “Tribuna del Sur”, donde alcanzó a escribir decenas de artículos, especialmente, sobre lo que a él más lo desvelaba: la suerte del Macizo colombiano, denominado “el corazón de América” por el doctor Álvaro Pío Valencia. Su pluma era exquisita, llena de metáforas y alusiones a los escritores más destacados de América. Gerardo Bermeo se preocupaba por la educación de la juventud en la cual fincaba muchas ilusiones. Por ese motivo fundó la “Casa de la Amistad de los Pueblos” que sesionaba en el Museo Valencia, donde se dictaron algunas charlas y se alcanzaron a proyectar algunas películas colombianas, cubanas y de la República Democrática Alemana. Defendía las iniciativas de la familia Méremberg que había organizado un parque natural, de sin igual hermosura, en el territorio caucano, contiguo al Departamento del Huila.

Posiblemente, por falta de más organización la obra de mi amigo Bermeo no perduró en el tiempo, pero sus escritos y su ejemplo de altruismo queda en muchas mentes y corazones de payaneses y caucanos. De él aprendimos mucho de la tolerancia que debemos tener los colombianos, siempre sectarios y siempre dispuestos a aplastar la opinión de los demás. Aunque Gerardo era convencido de izquierda, muchos podían pensar que era una persona de ideas cambiantes, pero lo único que observé es que se relacionaba y dialogaba con gente de las más diversas tendencias, sin dar su brazo a torcer. Él mismo se definía, con el fino humor que lo caracterizaba: “Los godos dicen que soy comunista; los comunistas que soy liberal; y los liberales, que soy godo”. Creo que es la mejor caracterización de los conceptos que despertaba este librepensador y gran interlocutor.

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